Se cuenta que un día vio llegar a la costa del lago, que era entonces de aguas dulces, a un príncipe indio malherido en la guerra. Tristemente le sonrió a la diosa, lamentando no poder sobrevivir para admirarla.
Ella quedó suspensa como sacudida por los rayos cósmicos, por vez primera el embeleso del amor conmovió su alma. Pero pronto sucumbió a la desesperación al comprender el destino de su amado.
Era hermosima la diosa del agua, que habitaba en su palacio de cristal del Mar de Ansenuza (nombre indígena de la Mar Chiquita). Pero era una deidad cruel y egoísta, pues la única ofrenda que la volvía propicia era el primer amor de los mancebos.